Algunos han acusado a la Iglesia local alemana de cierta convivencia con el régimen nazi. No saben, quizá, que la más famosa condena de esta ideología -la Encíclica Mit brennender sorge partió de una iniciativa del Episcopado alemán y que el domingo 21 de marzo de 1937 este documento se leyó en todos los templos católicos alemanes -más de 11.000-, lo cual revela una absoluta unanimidad. Además, los equilibrios que tuvo que hacer la Santa Sede para, por un lado, denunciar los abusos de Hitler sin poner en peligro la vida de los católicos en los países ocupados, por otro, tuvieron un enorme mérito. Pío XII, que estuvo al tanto de los atropellos nazis durante la guerra, no dejó de combatir aquella situación, pero tenía las manos atadas, porque cuando denunciaba algún crimen nazi, la represalia era peor.
Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya habla advertido públicamente de las consecuencias que traerla la prevalencia de "un duro nacionalismo, es decir el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien" (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en dio, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo.
El gobierno suprimió de un golpe las organizaciones juveniles católicas, la enseñanza de la religión y, poco más tarde, hasta la facultad de teología de Innsbruck. El palacio arzobispal de Innitzer fue asaltado y arrasado por las "hitler-Jugend", las juventudes hitlerianas
ROMA, 19 diciembre 2002 (ZENIT.org).- El odio nazi por la Iglesia católica ha quedado documentado en el libro «Die Schuld» («La Culpa») que con el subtítulo: «Judíos y cristianos en la opinión de los nazis y en los tiempos presentes» acaba de publicar en Alemania Konrad Löw.
Löw afronta con documentos históricos en su detalle aspectos poco conocidos hasta ahora de la política nazi, y en particular de la persecución continua y sistemática de los católicos.
El nombramiento de Hitler como canciller fue aplaudido por los evangélicos, recuerda Löw, mientras que los obispos católicos condenaron las teorías nazis. Por este motivo, subraya el autor, los nazis persiguieron en primer lugar a los comunistas y los judíos, pero también a los católicos
En el libro, se reproducen artículos y viñetas sobre católicos publicados por los periódicos «Das Schwarze Korps», órgano oficial de las SS, y «Der Stürmer», órgano racista.
Hitler quería pisotear a la Iglesia católica «como se hace con un sapo».
Para dar una idea de lo que los nazis pensaban de los católicos, Löw presenta un informe de las SS en el que se escribe: «Es indiscutible que la Iglesia católica en Alemania se opone decididamente a la política gubernamental de oposición al poder hebreo. Por consiguiente, realiza un trabajo de apoyo a los judíos, les ayuda a huir, utiliza todos los medios para apoyarlos en la vida cotidiana, y facilita su estancia ilegítima en el imperio del Reich. Las personas encargadas de esta tarea disfrutan de pleno apoyo del episcopado y no dudan en quitar a los alemanes, e incluso a los niños alemanes, la escasa comida para dársela a los judíos».
A diferencia de lo que han escrito algunos historiadores, la Santa Sede condenó públicamente y con tremenda dureza el nazismo y en particular su ideología, según lo demuestran documentos históricos.
Hitler no tuvo nunca intención de respetar el Concordato, antes bien, a excepción de las funciones estrictamente litúrgicas o paralitúrgicas, el resto de las actividades de la Iglesia fueron sistemáticamente obstaculizadas y después gradualmente suprimidas. Los periódicos, las revistas y los libros publicados por parte católica fueron enseguida severamente censurados y después eliminados. Los colegios confesionales fueron obstaculizados con métodos fraudulentos en su actividad y después cerrados. Las numerosas asociaciones católicas fueron obligadas a agregarse a las asociaciones nazis, o bien directamente prohibidas y disueltas. Los funcionarios estatales de cualquier nivel eran despedidos si existía la simple duda de que no aprobaban la ideología nazi. Con todo tipo de pretextos, los conventos y las casas religiosas fueron confiscadas. Sacerdotes y religiosos fueron sistemáticamente espiados incluso en las mismas iglesias, y denunciados a la Gestapo si habían expuesto la doctrina católica de un modo que no fuera del gusto de los nazis. Cerca de un tercio del clero diocesano y regular sufrió persecuciones por parte de la policía política y un buen número de ellos terminó en las prisiones o en los campos de concentración, donde varios murieron. La misma suerte corrió un número elevado de laicos aborrecibles para los nazis porque, contraviniendo a las prohibiciones, continuaron desempeñando aq